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lunes, 11 de enero de 2010

La Madre Superiora y la mesa camilla

"No sé por qué, las mesas camillas me recuerdan a la Madre Superiora del convento de las Agustinas." 


Mi madre siempre recordaba aquella historia cuando aún no las conocía, ni sabía para qué se utilizaban, pero ella al ver una por primera vez en casa de mis suegros en el pueblo, le dio por reír levantando el faldón que la cubre a modo de mantel. Para entonces todos estábamos atentos a lo que estaba haciendo, pensando el por qué le daba tanta curiosidad y risa una mesa camilla. Pensé que habría visto un gato o perro meterse ahí debajo, pero no era así; ella lo que quería ver era el habitáculo interior, lo que se escondía debajo de sus patas y para qué servía lo que después se encontró en el mismo; acudiendo mi suegra a bajar el faldón, evitando que se escapara “el calor” del brasero, como le explicaría después a mi madre que venía de un país tropical, donde no se utilizaban las mesas camillas. Y sin dejar de pensar en lo que provocó su risa, nos explicaría un rato después el por qué de su curiosidad al ver ese gran faldón negro cubierto por encima con un mantelito blanco… Ya todos alrededor de la mesa, protegidos con “la  calor” del picón encendido y con el faldón por encima de nuestras rodillas, nos encontramos a gusto.

Habíamos estado fuera toda la mañana visitando el pueblo, viendo los molinos.
Había entrado el invierno en la Vieja Castilla de “Don Quijote” y por aquellos cerros de La Mancha, corría como siempre al final del otoño, un viento gélido por las tardes. Se sentían allí fuera el sonido de las aspas en su engranaje, dando vueltas al compás de su fuerza. En algunos aún se molía el grano. En otros, tenían atadas sus aspas y  hasta eran utilizados de vivienda en el verano por fresquitos. Estábamos en las tierras de Campo de Criptana.


Mi madre contaba sobre el gran parecido que tenía una mesa camilla vestida con su faldón, con la Madre Superiora donde estudiaríamos de pequeños sus tres hijos, mis hermanos mayores y yo. Recordaría a uno de ellos asociándolo al recuerdo del amplio faldón de esas mesas, con el hábito de la monja principal de aquél convento. Pues uno de sus hijos, había protagonizado un episodio que no olvidaría nunca. Lo recordaría casi todo el pueblo. Ocurrió por una torpeza cometida por el menor de mis hermanos. Quería una mariposa, que se había posado en la enorme toca de una de las Hermanas más jóvenes, dejándola completamente sin ella enseñando la cabeza completamente calva… Bueno, es parte de unos votos de humildad y las reglas internas del convento y fe religiosa. Suelen cortarse el cabello casi “a cero ” Pero la pobre Hermana era muy joven y también sus padres estaban allí presenciando una clausura. Era final de curso con el resto de padres de los alumnos, sacerdotes y otras congregaciones. La Madre Superiora ya conocía a mi hermano por lo travieso. No pudo aguantar la sorpresa y el disgusto de su Hermana novicia, su llanto y vergüenza. Así que se fue derecho al travieso niño… Era bastante alta y gruesa. Llevaba el hábito ajustado por el cinto a la cintura, a un lado las llaves de todas las puertas del convento y un crucifijo. Todo aquello se movía y hacía ruido al andar. Su toca tan amplia y almidonada le daba un aire imponente, no podía disimular su furia. Mi hermano corrió buscando a mis padres mientras se escondía detrás de otros niños. No sabía dónde meterse del temblor de piernas que tenía, así que antes de que se lo llevara de las orejas, apartándole del resto como castigo, éste, corrió hacia ella con el deseo de liberarse de sus manos que iban tendidas hacia él llamándole: “¡Ven aquí León , ven donde tu Madre superiora!”… En el último instante se lanzó hacia ella agachado, alzándole el hábito con la enagua y agarrándose a sus piernas, horqueteado por completo colgado de ellas, gritaba metido allí debajo. Tenía sólo seis años. El gran faldón se movía de un lado a otro por el peso del niño y el pataleo de la monja por desprenderle, pero estaba bien sujeto a las piernas de la monja. Esta, perdía el equilibrio sin saber qué hacer también gritaba para que le quitaran al chico. Estaba a punto de caer sobre el resto de los niños y los padres que no paraban de reír. Nadie hacía nada.

Mi madre contaba que eran los únicos padres que no se reían en ese momento, pues estaban igualmente avergonzados. El único que se atrevió a sacar a mi hermano de debajo del ‘faldón de la mesa camilla’ –… quiero decir, debajo de los hábitos de la Hermana Superiora-, fue mi padre que apaciguó a la monja. Estaba enrojecida y con la toca ladeada, pero llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo… (También tenía la cabeza pelona)… La superiora del convento era de origen inglés y en ese momento de confusión, se le olvidó el poco castellano que hablaba. Por eso mi padre acudió a sus gritos de socorro.

Desde entonces también asocio “los faldones de la mesa camilla” con aquel episodio. No era extraño que mi madre lo recordase y quisiera saber si su travieso hijo, que tantas diabluras cometía, aún estuviese allí debajo. Cuando, raramente las veo tengo también curiosidad por hacer lo mismo… Levanto el faldón y miro.


Elisa
En/09

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